¿Tiene sentido empeñarse hoy, a finales del siglo XX o comienzos del XXI, en
mantener la filosofía como una asignatura más del bachillerato? ¿Se trata de una
mera supervivencia del pasado, que los conservadores ensalzan por su prestigio
tradicional pero que los progresistas y las personas prácticas deben mirar con
justificada impaciencia? ¿Pueden los jóvenes, adolescentes más bien, niños
incluso, sacar algo en limpio de lo que a su edad debe resultarles un galimatías?
¿No se limitarán en el mejor de los casos a memorizar unas cuantas fórmulas
pedantes que luego repetirán como papagayos? Quizá la filosofía interese a unos
pocos, a los que tienen vocación filosófica, si es que tal cosa aún existe, pero
ésos ya tendrán en cualquier caso tiempo de descubrirla más adelante. Entonces,
¿por qué imponérsela a todos en la educación secundaria? ¿No es una pérdida de
tiempo caprichosa y reaccionaria, dado lo sobrecargado de los programas
actuales de bachillerato?
Lo curioso es que los primeros adversarios de la filosofía le reprochaban
precisamente ser «cosa de niños», adecuada como pasatiempo formativo en los
primeros años pero impropia de adultos hechos y derechos. Por ejemplo,
Cálleles, que pretende rebatir la opinión de Sócrates de que «es mejor padecer
una injusticia que causarla». Según Calicles, lo verdaderamente justo, digan lo
que quieran las leyes, es que los más fuertes se impongan a los débiles, los que
valen más a los que valen menos y los capaces a los incapaces. La ley dirá que es
peor cometer una injusticia que sufrirla pero lo natural es considerar peor sufrirla
que cometerla. Lo demás son tiquismiquis filosóficos, para los que guarda el ya
adulto Cálleles todo su desprecio: «La filosofía es ciertamente, amigo Sócrates,
una ocupación grata, si uno se dedica a ella con mesura en los años juveniles,
pero cuando se atiende a ella más tiempo del debido es la ruina de los
hombres2». Cálleles no ve nada de malo aparentemente en enseñar filosofía a los
jóvenes aunque considera el vicio de filosofar un pecado ruinoso cuando ya se
ha crecido. Digo «aparentemente» porque no podemos olvidar que Sócrates fue
condenado a beber la cicuta acusado de corromper a los jóvenes seduciéndoles
con su pensamiento y su palabra. A fin de cuentas, si la filosofía desapareciese
del todo, para chicos y grandes, el enérgico Cálleles -partidario de la razón del
más fuerte-no se llevaría gran disgusto…
Si se quieren resumir todos los reproches contra la filosofía en cuatro palabras,
bastan éstas: no sirve para nada. Los filósofos se empeñan en saber más que
nadie de todo lo imaginable aunque en realidad no son más que charlatanes
amigos de la vacua palabrería. Y entonces, ¿quién sabe de verdad lo que hay que
saber sobre el mundo y la sociedad? Pues los científicos, los técnicos, los
especialistas, los que son capaces de dar informaciones válidas sobre la realidad.
En el fondo los filósofos se empeñan en hablar de lo que no saben: el propio
Sócrates lo reconocía así, cuando dijo «sólo sé que no sé nada». Si no sabe nada,
¿para qué vamos a escucharle, seamos jóvenes o maduros? Lo que tenemos que
hacer es aprender de los que saben, no de los que no saben. Sobre todo hoy en
día, cuando las ciencias han adelantado tanto y ya sabemos cómo funcionan la
mayoría de las cosas… y cómo hacer funcionar otras, inventadas por científicos
aplicados.
Así pues, en la época actual, la de los grandes descubrimientos técnicos, en el
mundo del microchip y del acelerador de partículas, en el reino de Internet y la
televisión digital… ¿qué información podemos recibir de la filosofía? La única
respuesta que nos resignaremos a dar es la que hubiera probablemente ofrecido
el propio Sócrates: ninguna. Nos informan las ciencias de la naturaleza, los
técnicos, los periódicos, algunos programas de televisión… pero no hay
información «filosófica». Según señaló Ortega, antes citado, la filosofía es
incompatible con las noticias y la información está hecha de noticias. Muy bien,
pero ¿es información lo único que buscamos para entendernos mejor a nosotros
mismos y lo que nos rodea? Supongamos que recibimos una noticia cualquiera,
ésta por ejemplo: un número x de personas muere diariamente de hambre en todo
el mundo. Y nosotros, recibida la información, preguntamos (o nos preguntamos)
qué debemos pensar de tal suceso. Recabaremos opiniones, algunas de las cuales
nos dirán que tales muertes se deben a desajustes en el ciclo macro-económico
global, otras hablarán de la superpoblación del planeta, algunos clamarán contra
el injusto reparto de los bienes entre posesores y desposeídos, o invocarán la
voluntad de Dios, o la fatalidad del destino… Y no faltará alguna persona sencilla
y cándida, nuestro portero o el quiosquero que nos vende la prensa, para
comentar: «¡En qué mundo vivimos!». Entonces nosotros, como un eco pero
cambiando la exclamación por la interrogación, nos preguntaremos: «Eso: ¿en
qué mundo vivimos?».
No hay respuesta científica para esta última pregunta, porque evidentemente no
nos conformaremos con respuestas como «vivimos en el planeta Tierra»,
«vivimos precisamente en un mundo en el que x personas mueren diariamente de
hambre», ni siquiera con que se nos diga que «vivimos en un mundo muy
injusto» o «un mundo maldito por Dios a causa de los pecados de los humanos»
(¿por qué es injusto lo que pasa?, ¿en qué consiste la maldición divina y quién la
certifica?, etc.). En una palabra, no queremos más información sobre lo que pasa
sino saber qué significa la información que tenemos, cómo debemos interpretarla
y relacionarla con otras informaciones anteriores o simultáneas, qué supone todo
ello en la consideración general de la realidad en que vivimos, cómo podemos o
debemos comportarnos en la situación así establecida. Éstas son precisamente
las preguntas a las que atiende lo que vamos a llamar filosofía. Digamos que se
dan tres niveles distintos de entendimiento:
- la información, que nos presenta los hechos y los mecanismos primarios de
lo que sucede; - el conocimiento, que reflexiona sobre la información recibida, jerarquiza su
importancia significativa y busca principios generales para ordenarla; - la sabiduría, que vincula el conocimiento con las opciones vitales o
valores que podemos elegir, intentando establecer cómo vivir mejor de
acuerdo con lo que sabemos.
Creo que la ciencia se mueve entre el nivel a) y el b) de conocimiento,
mientras que la filosofía opera entre el b) y el c). De modo que. no hay
información propiamente filosófica, pero sí puede haber conocimiento filosófico
y nos gustaría llegar a que hubiese también sabiduría filosófica. ¿Es posible
lograr tal cosa? Sobre todo: ¿se puede enseñar tal cosa?
Busquemos otra perspectiva a partir de un nuevo ejemplo o, por decirlo
con más exactitud, utilizando una metáfora. Imaginemos que nos situamos en el
museo del Prado frente a uno de sus cuadros más célebres, El jardín de las
delicias de Hieronymus Bosch, llamado El Bosco. ¿Qué formas de
entendimiento podemos tener de esa obra maestra? Cabe en primer lugar que
realicemos un análisis físico-químico de la textura del lienzo empleado por el
pintor, de la composición de los diversos pigmentos que sobre él se extienden o
incluso que utilicemos los rayos X para localizar rastros de otras imágenes o
esbozos ocultos bajo la pintura principal. A fin de cuentas, el cuadro es un objeto
material, una cosa entre las demás cosas que puede ser pesada, medida,
analizada, desmenuzada, etc. Pero también es, sin duda, una superficie donde por
medio de colores y formas se representan cierto número de figuras. De modo que
para entender el cuadro también cabe realizar el inventario completo de todos los
personajes y escenas que aparecen en él, sean personas, animales, engendros
demoníacos, vegetales, cosas, etc., así como dejar constancia de su distribución
en cada uno de los tres cuerpos del tríptico. Sin embargo, tantos muñecos y
maravillas no son meramente gratuitos ni aparecieron un día porque sí sobre la
superficie de la tela. Otra manera de entender la obra será dejar constancia de
que su autor (al que los contemporáneos también se referían con el nombre de
Jeroen Van Aeken) nació en 1450 y murió en 1516. Fue un destacado pintor de
la escuela flamenca, cuyo estilo directo, rápido y de tonos delicados marca el
final de la pintura medieval. Los temas que representa, sin embargo, pertenecen
al mundo religioso y simbólico de la Edad Media, aunque interpretado con gran
libertad subjetiva. Una labor paciente puede desentrañar -o intentar desentrañarel contenido alegórico de muchas de sus imágenes según la iconografía de la
época; el resto bien podría ser elucidado de acuerdo con la hermenéutica onírica
del psicoanálisis de Freud. Por otra parte, El jardín de las delicias es una obra
del período medio en la producción del artista, como Las tentaciones de san
Antonio conservadas en el Museo de Lisboa, antes de que cambiase la escala de
representación y la disposición de las figuras en sus cuadros posteriores, etc.
Aún podríamos imaginar otra vía para entender el cuadro, una perspectiva
que no ignorase ni descartase ninguna de las anteriores pero que pretendiera
abarcarlas juntamente en la medida de lo posible, aspirando a comprenderlo en
su totalidad. Desde este punto de vista más ambicioso, El jardín de las delicias
es un objeto material pero también un testimonio histórico, una lección
mitológica, una sátira de las ambiciones humanas y una expresión plástica de la
personalidad más recóndita de su autor. Sobre todo, es algo profundamente
significativo que nos interpela personalmente a cada uno de quienes lo vemos
tantos siglos después de que fuera pintado, que se refiere a cuanto sabemos,
fantaseamos o deseamos de la realidad y que nos remite a las demás formas
simbólicas o artísticas de habitar el mundo, a cuanto nos hace pensar, reír o
cantar, a la condición vital que compartimos todos los humanos tanto vivos
como muertos o aún no nacidos… Esta última perspectiva, que nos lleva desde lo
que es el cuadro a lo que somos nosotros, y luego a lo que es la realidad toda
para retornar de nuevo al cuadro mismo, será el ángulo de consideración que
podemos llamar filosófico. Y, claro está, hay una perspectiva de entendimiento
filosófico sobre cada cosa, no exclusivamente sobre las obras maestras de la
pintura.
Volvamos otra vez a intentar precisar la diferencia esencial entre ciencia y
filosofía. Lo primero que salta a la vista no es lo que las distingue sino lo que las
asemeja: tanto la ciencia como la filosofía intentan contestar preguntas
suscitadas por la realidad. De hecho, en sus orígenes, ciencia y filosofía
estuvieron unidas y sólo a lo largo de los siglos la física, la química, la
astronomía o la psicología se fueron independizando de su común matriz
filosófica. En la actualidad, las ciencias pretenden explicar cómo están hechas
las cosas y cómo funcionan, mientras que la filosofía se centra más bien en lo
que significan para nosotros; la ciencia debe adoptar el punto de vista impersonal
para hablar sobre todos los temas (¡incluso cuando estudia a las personas
mismas!), mientras que la filosofía siempre permanece consciente de que el
conocimiento tiene necesariamente un sujeto, un protagonista humano. La
ciencia aspira a conocer lo que hay y lo que sucede; la filosofía se pone a
reflexionar sobre cómo cuenta para nosotros lo que sabemos que sucede y lo que
hay. La ciencia multiplica las perspectivas y las áreas de conocimiento, es decir
fragmenta y especializa el saber; la filosofía se empeña en relacionarlo todo con
todo lo demás, intentando enmarcar los saberes en un panorama teórico que
sobrevuele la diversidad desde esa aventura unitaria que es pensar, o sea ser
humanos. La ciencia desmonta las apariencias de lo real en elementos teóricos
invisibles, ondulatorios o corpusculares, matematizables, en elementos
abstractos inadvertidos; sin ignorar ni desdeñar ese análisis, la filosofía rescata
la realidad humanamente vital de lo aparente, en la que transcurre la peripecia
de nuestra existencia concreta (v. gr.: la ciencia nos revela que los árboles y las
mesas están compuestos de electrones, neutrones, etc., pero la filosofía, sin
minimizar esa revelación, nos devuelve a una realidad humana entre árboles y
mesas). La ciencia busca saberes y no meras suposiciones; la filosofía quiere
saber lo que supone para nosotros el conjunto de nuestros saberes… ¡y hasta si
son verdaderos saberes o ignorancias disfrazadas! Porque la filosofía suele
preguntarse principalmente sobre cuestiones que los científicos (y por supuesto
la gente corriente) dan ya por supuestas o evidentes. Lo apunta bien Thomas
Nagel, actualmente profesor de filosofía en una universidad de Nueva York:
«La principal ocupación de la filosofía es cuestionar y aclarar algunas
ideas muy comunes que todos nosotros usamos cada día sin pensar sobre ellas.
Un historiador puede preguntarse qué sucedió en tal momento del pasado, pero
un filósofo preguntará: ¿qué es el tiempo? Un matemático puede investigar las
relaciones entre los números pero un filósofo preguntará: ¿qué es un número?
Un físico se preguntará de qué están hechos los átomos o qué explica la
gravedad, pero un filósofo preguntará: ¿cómo podemos saber que hay algo fuera
de nuestras mentes? Un psicólogo puede investigar cómo los niños aprenden un
lenguaje, pero un filósofo preguntará: ¿por qué una palabra significa algo?
Cualquiera puede preguntarse si está mal colarse en el cine sin pagar, pero un
filósofo preguntará: ¿por qué una acción es buena o mala?3».
En cualquier caso, tanto las ciencias como las filosofías contestan a
preguntas suscitadas por lo real. Pero a tales preguntas las ciencias brindan
soluciones., es decir, contestaciones que satisfacen de tal modo la cuestión
planteada que la anulan y disuelven. Cuando una contestación científica
funciona como tal ya no tiene sentido insistir en la pregunta, que deja de ser
interesante (una vez establecido que la composición del agua es H2O deja de
interesarnos seguir preguntando por la composición del agua y este
conocimiento deroga automáticamente las otras soluciones propuestas por
científicos anteriores, aunque abre la posibilidad de nuevos interrogantes). En
cambio, la filosofía no brinda soluciones sino respuestas las cuales no anulan las
preguntas pero nos permiten convivir racionalmente con ellas aunque sigamos
planteándonoslas una y otra vez: por muchas respuestas filosóficas que
conozcamos a la pregunta que inquiere sobre qué es la justicia o qué es el
tiempo, nunca dejaremos de preguntarnos por el tiempo o la justicia ni
descartaremos como ociosas o «superadas» las respuestas dadas a esas
cuestiones por filósofos anteriores. Las respuestas filosóficas no solucionan las
preguntas de lo real (aunque a veces algunos filósofos lo hayan creído así…) sino
que más bien cultivan la pregunta, resaltan lo esencial de ese preguntar y nos
ayudan a seguir preguntándonos, a preguntar cada vez mejor, a humanizarnos en
la convivencia perpetua con la interrogación. Porque, ¿qué es el hombre sino el
animal que pregunta y que seguirá preguntando más allá de cualquier respuesta
imaginable?
Hay preguntas que admiten solución satisfactoria y tales preguntas son las
que se hace la ciencia; otras creemos imposible que lleguen a ser nunca
totalmente solucionadas y responderlas -siempre insatisfactoriamente – es el
empeño de la filosofía. Históricamente ha sucedido que algunas preguntas
empezaron siendo competencia de la filosofía -la naturaleza y movimiento de los
astros, por ejemplo-y luego pasaron a recibir solución científica. En otros casos,
cuestiones en apariencia científicamente solventadas volvieron después a ser
tratadas desde nuevas perspectivas científicas, estimuladas por dudas filosóficas
(el paso de la geometría euclidiana a las geometrías no euclidianas, por ejemplo).
Deslindar qué preguntas parecen hoy pertenecer al primero y cuáles al segundo
grupo es una de las tareas críticas más importantes de los filósofos… y de los
científicos. Es probable que ciertos aspectos de las preguntas a las que hoy
atiende la filosofía reciban mañana solución científica, y es seguro que las
futuras soluciones científicas ayudarán decisivamente en el replanteamiento de
las respuestas filosóficas venideras, así como no sería la primera vez que la tarea
de los filósofos haya orientado o dado inspiración a algunos científicos. No tiene
por qué haber oposición irreductible, ni mucho menos mutuo menosprecio, entre
ciencia y filosofía, tal como creen los malos científicos y los malos filósofos. De
lo único que podemos estar ciertos es que jamás ni la ciencia ni la filosofía
carecerán de preguntas a las que intentar responder…
Pero hay otra diferencia importante entre ciencia y filosofía, que ya no se
refiere a los resultados de ambas sino al modo de llegar hasta ellos. Un científico
puede utilizar las soluciones halladas por científicos anteriores sin necesidad de
recorrer por sí mismo todos los razonamientos, cálculos y experimentos que
llevaron a descubrirlas; pero cuando alguien quiere filosofar no puede
contentarse con aceptar las respuestas de otros filósofos o citar su autoridad
como argumento incontrovertible: ninguna respuesta filosófica será válida para
él si no vuelve a recorrer por sí mismo el camino trazado por sus antecesores o
intenta otro nuevo apoyado en esas perspectivas ajenas que habrá debido
considerar personalmente. En una palabra, el itinerario filosófico tiene que ser
pensado individualmente por cada cual, aunque parta de una muy rica tradición
intelectual. Los logros de la ciencia están a disposición de quien quiera
consultarlos, pero los de la filosofía sólo sirven a quien se decide a meditarlos
por sí mismo.
Dicho de modo más radical, no sé si excesivamente radical: los avances
científicos tienen como objetivo mejorar nuestro conocimiento colectivo de la
realidad, mientras que filosofar ayuda a transformar y ampliar la visión personal
del mundo de quien se dedica a esa tarea. Uno puede investigar científicamente
por otro, pero no puede pensar filosóficamente por otro… aunque los grandes
filósofos tanto nos hayan a todos ayudado a pensar. Quizá podríamos añadir que
los descubrimientos de la ciencia hacen más fácil la tarea de los científicos
posteriores, mientras que las aportaciones de los filósofos hacen cada vez más
complejo (aunque también más rico) el empeño de quienes se ponen a pensar
después que ellos. Por eso probablemente Kant observó que no se puede enseñar
filosofía sino sólo a filosofar: porque no se trata de transmitir un saber ya
concluido por otros que cualquiera puede aprenderse como quien se aprende las
capitales de Europa, sino de un método, es decir un camino para el pensamiento,
una forma de mirar y de argumentar.
«Sólo sé que no sé nada», comenta Sócrates, y se trata de una afirmación
que hay que tomar -a partir de lo que Platón y Jenofonte contaron acerca de
quien la profirió-de modo irónico, «Sólo sé que no sé nada» debe entenderse
como: «No me satisfacen ninguno de los saberes de los que vosotros estáis tan
contentos. Si saber consiste en eso, yo no debo saber nada porque veo objeciones
y falta de fundamento en vuestras certezas. Pero por lo menos sé que no sé, es
decir que encuentro argumentos para no fiarme de lo que comúnmente se llama
saber. Quizá vosotros sepáis verdaderamente tantas cosas como parece y, si es
así, deberíais ser capaces de responder mis preguntas y aclarar mis dudas.
Examinemos juntos lo que suele llamarse saber y desechemos cuanto los
supuestos expertos no puedan resguardar del vendaval de mis interrogaciones.
No es lo mismo saber de veras que limitarse a repetir lo que comúnmente se
tiene por sabido. Saber que no se sabe es preferible a considerar como sabido lo
que no hemos pensado a fondo nosotros mismos. Una vida sin examen, es decir
la vida de quien no sopesa las respuestas que se le ofrecen para las preguntas
esenciales ni trata de responderlas personalmente, no merece la pena de vivirse».
O sea que la filosofía, antes de proponer teorías que resuelvan nuestras
perplejidades, debe quedarse perpleja. Antes de ofrecer las respuestas
verdaderas, debe dejar claro por qué no le convencen las respuestas falsas. Una
cosa es saber después de haber pensado y discutido, otra muy distinta es adoptar
los saberes que nadie discute para no tener que pensar. Antes de llegar a saber,
filosofar es defenderse de quienes creen saber y no hacen sino repetir errores
ajenos. Aún más importante que establecer conocimientos es ser capaz de
criticar lo que conocemos mal o no conocemos aunque creamos conocerlo: antes
de saber por qué afirma lo que afirma, el filósofo debe saber al menos por qué
duda de lo que afirman los demás o por qué no se decide a afirmar a su vez. Y
esta función negativa, defensiva, crítica, ya tiene un valor en sí misma, aunque
no vayamos más allá y aunque en el mundo de los que creen que saben el
filósofo sea el único que acepta no saber pero conoce al menos su ignorancia.
¿Enseñar a filosofar aún, a finales del siglo XX, cuando todo el mundo
parece que no quiere más que soluciones inmediatas y prefabricadas, cuando las
preguntas que se aventuran hacia lo insoluble resultan tan incómodas?
Planteemos de otro modo la cuestión: ¿acaso no es humanizar de forma plena la
principal tarea de la educación?, ¿hay otra dimensión más propiamente humana,
más necesariamente humana que la inquietud que desde hace siglos lleva a
filosofar?, ¿puede la educación prescindir de ella y seguir siendo humanizadora
en el sentido libre y antidogmático que necesita la sociedad democrática en la
que queremos vivir?
De acuerdo, aceptemos que hay que intentar enseñar a los
jóvenes filosofía o, mejor dicho, a filosofar. Pero ¿cómo llevar a cabo
esa enseñanza, que no puede ser sino una invitación a que cada cual
filosofe por sí mismo? Y ante todo: ¿por dónde empezar?