Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o
después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran
casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos,
que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la
habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían
y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis
espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a
morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!,
¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas
y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no
iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan
peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente
personal.
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden
pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa
importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a
pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años,
después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis
hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas
formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era
un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me
alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me
di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo
mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista
de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas
las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi
yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único
«yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo
pero… ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de
que iba a morirme -yo, yo mismo-también parte de la propia muerte, esa cosa tan
importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí
mismo y a nadie más?
Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar.
Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos
ajenos y tener un pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me
comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la
bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí
mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no
podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué
hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era
posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias
religiosas de mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios
de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer
cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido
expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuitas de la calle Garibay de San
Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Parecía una estatua
cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la
diferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al
cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me
hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero
también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte.
A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir
se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como
uno, no entre los espíritus… por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus
también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y
horrible, aún la padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte
impensable, empecé a pensar.
Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones
filosóficas se abra con un capítulo dedicado a la muerte. ¿No desanimará un
tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor comenzar hablando de la
libertad o del amor? Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a
partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la
muerte -de mi muerte-como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar. Y es
que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve
a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar
personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso
piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; salvo en los
países o en las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto
amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden por su fatiga
mortal, por su anormal veteranía…) pero luego crecemos cuando la idea de la
muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la
muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en
«mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía con la misma
palabra, como debe ser.
Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a
morir, no saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su
vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. Las fieras
presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran
(¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es
mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también
podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo vivos en
el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos
sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso
precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y
otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha
llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió
como nosotros y como nosotros tuvo que morir.
Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la
filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el
tema único, ni siquiera principal de la filosofía, sea la muerte. Al contrario, más
bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y
cómo vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al hacernos
mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Uno empieza a
pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates en el
diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué
otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida
humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que
hace la vida -mi vida, única e irrepetible-algo tan mortalmente importante para
mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la
muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte
la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo
misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos
luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no
existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que
hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar.
Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el
razonamiento lógico con este silogismo:
Todos los hombres son mortales;
Sócrates es hombre
luego
Sócrates es mortal.
No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience recordando el
nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por
cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro
que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu
nombre, lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación va más allá de la
mera corrección lógica. Si decimos
Todo A es B
C es A
luego
C es B
seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las implicaciones
materiales del asunto han cambiado considerablemente. A mí no me inquieta ser
B si es que soy A, pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser
mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda seca pero
claramente establecido el paso entre una constatación genérica e impersonal -la
de que corresponde a todos los humanos el morir-y el destino individual de
alguien (Sócrates, tú, yo…) que resulta ser humano, lo que en principio parece
cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una
sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente
en el nuestro. ¡Menuda diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo
terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la inquietud entre la
afirmación general y la que lleva mi nombre como sujeto me revela lo único e
irreductible de mi individualidad, el asombro que me constituye:
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia
[a la muerte.
¿Es posible que yo, subdito de Yaqub Almansur,
Muera como tuvieron que morir las rosas y
[Aristóteles?4
Murieron otros, murieron todos, morirán todos, pero… ¿y yo? ¿Yo
también? Nótese que la amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado
como en los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los protagonistas
individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito de Yaqub Almansur o
Almanzor, Aristóteles…) están ya necesariamente muertos. Ellos también
tuvieron que plantearse en su día el mismo destino irremediable que yo me
planteo hoy: y no por planteárselo escaparon a él…
De modo que la muerte no sólo es necesaria sino que resulta el prototipo
mismo de lo necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara estableciendo
que «todos los hombres comen, Sócrates es hombre, etc.», sería igual de justo
desde un punto de vista fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva).
Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la
necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no
cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas
conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que
resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es
decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro
definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian
Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para
sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los
verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un
plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la
sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir, para morir-en lugar
de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser
Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el
desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que
Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo:
la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia
vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer
o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede
consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor
a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, incluso me
podrían alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy seguro
(a ella se refieren algunos de los conocimientos más indudables que tenemos)
pero no nos la hacen más familiar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte
sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero
ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es
morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias -como el
incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia
de Eugéne Ionesco El rey se muere— pueden aproximarnos a una comprensión
mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes
fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte
muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos cotilleos. Relatos muy
antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como
esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muertey que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses
del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del
significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarnación,
dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los
dioses son inmortales: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan
o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en
todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte
no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los
humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente…
Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino
sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la
historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700
años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores,
se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh
emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva
la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla.
Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos
secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando
llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la
vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de
los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de
los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su
sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los
vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de
los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los
muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen
una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan
cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una
eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo
«existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera.
La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de
cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna
bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en
el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las
religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo
prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida
humana, que nuestra vida.
Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la posibilidad de
morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fiero ahínco que sabernos mortales
como especie pero no querer morirnos-como personas es precisamente lo que
individualiza a cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte -sobre
todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida— pero con no
menos vigor sostuvo que en este mundo y en el otro, caso de haberlo, quería
conservar su personalidad, es decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier
modo sino como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se plantea un
serio problema teórico porque si nuestra individualidad personal proviene del
conocimiento mismo de la muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno
seguir siendo Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese
muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible con nuestra
personalidad individual sería una vida en la que la muerte estuviese presente
pero como posibilidad perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que
no llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera como
esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el sentimiento trágico de
la vida». En fin, quién sabe…
Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o malo
después de haber muerto es algo a la par inquietante y contradictorio. Un intento
de no tomarse la muerte en serio, de considerarla mera apariencia. Incluso una
pretensión de rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es decir,
nuestra humanidad misma. Es paradójico que denominemos habitualmente
«creyentes» a las personas de convicciones religiosas, porque lo que les
caracteriza sobre todo no es aquello en lo que creen (cosas misteriosamente
vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más obvio, necesario y
omnipresente, es decir, en la muerte. Los llamados «creyentes» son en realidad
los «incrédulos» que niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más
sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir pero no podemos
imaginarnos realmente muertos-es la de Hamiet en la tragedia de William
Shakespeare, cuando dice: «Morir, dormir… ¡tal vez soñar!». En efecto, la
suposición de una especie de supervivencia después de la muerte debe habérsele
ocurrido a nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien
profundamente dormido y un muerto. Creo que si no soñásemos al dormir, nadie
hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la
muerte. Pero si cuando estamos quietos, con los ojos cerrados, aparentemente
ausentes, profundamente dormidos, sabemos que en sueños viajamos por
distintos paisajes, hablamos, reímos o amamos… ¿por qué a los muertos no
debería ocurrirles lo mismo? De este modo los sueños placenteros debieron dar
origen a la idea del paraíso y las pesadillas sirvieron de premonición al infierno.
Si puede decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la Barca en
una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe sostener que la llamada otra
vida -la que habría más allá de la muerte-está también inspirada por nuestra
facultad de soñar…
Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que suele
producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero sobre todo que causa
miedo cuando pensamos en la muerte propia. Algunos temen que después de la
muerte haya algo terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que
no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de todo. Aunque ser algo -o
mejor dicho, alguien-no carezca de incomodidades y sufrimientos, no ser nada
parece todavía mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio
Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser nada temible para
quien reflexione sobre ella. Por supuesto, los verdugos y horrores infernales no
son más que fábulas para asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie
prudente a juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su propia
naturaleza, hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: mientras
estamos nosotros, no está la muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar
nosotros. Es decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos
morimos pero nunca estamos muertos. Lo temible sería quedarse consciente de
la muerte, quedarse de algún modo presente pero sabiendo que uno ya se ha ido
del todo, cosa evidentemente absurda y contradictoria. Esta argumentación de
Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de tranquilizarnos totalmente,
quizá porque la mayoría no somos tan razonables como Epicuro hubiera querido.
¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, durante mucho tiempo
no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo alguno. Tras la muerte iremos (en el
supuesto de que el verbo «ir» sea aquí adecuado) al mismo sitio o ausencia de
todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran
discípulo romano del griego Epicuro, constató este paralelismo en unos versos
merecidamente inolvidables:
Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y
nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del
futuro tiempo, por último, después de nuestra muerte. ¿Hay algo aquí de horrible
y enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño ?5
Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos entre los vivos
resulta tan caprichoso como preocuparse por los años y los siglos en que aún no
habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer
que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la muerte
nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando
del sol y del amor, todos menos yo, que ya nunca más, nunca más…!- es
precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un
poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el
espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una
vez: el día que nacimos. Es el propio Lucrecio quien habla en su poema
filosófico de la mors aeterna la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será.
Pues bien, nosotros seremos mortales pero de la muerte eterna ya nos hemos
escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un cierto tiempo -los días,
meses o años que hemos vivido, cada instante que seguimos viviendo-y ese
tiempo pase lo que pase siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y
nunca suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el
siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces que nunca han sido –
Lichtenberg- daba la razón a Lucrecio en uno de sus célebres aforismos:
«¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que
sabíamos del presente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado
anterior es al presente lo que el presente es al futuro».
Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de Lucrecio
y alguna precisamente a partir de lo observado por Lichtenberg. Cuando yo aún
no era, no había ningún «yo» que echase de menos llegar a ser; nadie me privaba
de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme
perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir
y puedo prever lo que perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me
preocupa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a perder lo que tengo.
Además, los males futuros son peores que los pasados porque nos torturan ya
con su temor desde ahora mismo. Hace tres años padecí una operación de riñón;
supongamos que supiese con certeza que dentro de otros tres debo sufrir otra
semejante. Aunque la operación pasada ya no me duele y la futura aún no
debiera dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo: la
venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me está acercando
mientras la otra se aleja… Aunque fuesen objetivamente idénticas,
subjetivamente no lo son porque no es tan inquietante un recuerdo desagradable
como una amenaza. En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente
el daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.
De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en
pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué
pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de La Rochefoucauíd que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién
inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde
cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador contemporáneo, nos reprocha que
frente a la muerte no sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la siesta y
la angustia». Es decir, que ante ella procuramos aturdimos para no temblar o
temblamos hasta la abyección. Existe en castellano una copla popular que se
inclina también por la siesta, diciendo más o menos así:
Cuando algunas veces pienso
que me tengo que morir,
tiendo la manta en el suelo
y me harto de dormir.
Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la angustia. Ni
siquiera hay tal alternativa, porque muy bien pudiéramos constantemente ir de lo
uno a lo otro, oscilando entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia
que mira pero no ve nada. ¡Mal dilema!
En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, considera que este
bloqueo no debe desanimarnos: «Un hombre libre en nada piensa menos que en
la muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida6». Lo
que pretende señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muerte no hay
nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por algo negativo,
por los goces de la vida que perderemos con ella en el caso de la muerte propia o
porque nos deja sin las personas amadas si se trata de la muerte ajena; cuando la
vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un bien en ciertos
casos) es también por lo negativo, por los dolores y afanes de la vida que su
llegada nos ahorrará. Sea temida o deseada, en sí misma la muerte es pura
negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre
a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser
positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos
pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida. Como en un frontón
impenetrable, el pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte
misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá de cerrar los
ojos para no verla o dejarnos cegar estremecedoramente por la muerte, se nos
ofrece la alternativa mortal de intentar comprender la vida. Pero ¿cómo podemos
comprenderla? ¿Qué instrumento utilizaremos para ponernos a pensar sobre
ella?
Da que pensar…
¿En qué sentido nos hace la muerte realmente humanos? ¿Hay algo más
personal que la muerte? ¿No es pensar precisamente hacerse consciente de
nuestra personal humanidad? ¿Sirve la muerte como paradigma de la
necesidad, incluso de la necesidad lógica? ¿Son mortales los animales en el
mismo sentido en que lo somos nosotros? ¿Por qué puede decirse que la muerte
es intransferible? ¿En qué sentido la muerte es siempre inminente y no depende
de la edad o las enfermedades? ¿Puede haber vinculación entre los sueños y la
esperanza de inmortalidad? ¿Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la
muerte? ¿Y cómo apoya Lucrecio esa argumentación? ¿Logran efectivamente
consolarnos o sólo buscan darnos serenidad? ¿Hay algo positivo que pensar en
la muerte? ¿Por qué puede la muerte despertarnos a un pensamiento que se
centrará después sobre la vida?